A mediados de 1.940 aquel mercado estaba casi en ruinas, por lo que el gobernador Hugo Parra Pérez decide reacondicionarlo. Se encomendó al destacado Ing. Leopoldo Garrido la ejecución de aquella obra realizada en estructura metálica y madera. El remozado mercado fue inaugurado en noviembre de 1.942 por el presidente de la República Gral. Isaías Medina Angarita lo que nos da una idea de lo importante que era para los merideños aquella estructura que había costado al gobierno regional 388.409 Bs. Era gobernador del estado el Cnel. Juan de Dios Celis Paredes.
En 1.952 se le hicieron algunas modificaciones para incorporarle un segundo piso que fue destinado -en principio- para la venta de comida popular y almacén de mercaderías. Aquellos originales puestos de comida son los primigenios de los que existen en el actual Mercado Principal de la ciudad, pues sus descendientes continuaron el arte culinario y prácticamente son el mismo menú de antaño.
Aquel mercado, de acuerdo a lo que reposa en los archivos de la Alcaldía del Municipio Libertador, tenía 20 puestos en la planta alta (14 de comida), 33 en la planta baja central, 30 en los laterales, 13 quincallas, 18 tiendas de ropa y 53 en ambos lados del otrora Pasaje Tatuy. Este famoso Pasaje, que dividía la manzana donde estaba el mercado en dos partes asimétricas, era sitio obligado para la compra de carnes y pescado de todo tipo. El mercado definitivo –el mismo que se incendió el 17 de mayo de 1987 (hace 26 años)- ocupaba el área donde hoy día funciona el Centro Cultural Tulio Febres Cordero.
Imposible escribir y hablar sobre aquel viejo mercado sin evocar algunos recuerdos –por supuesto incompletos- sobre populares puestos de servicio que fueron notorios durante toda una época. Recordemos que fueron más de 100 años, 113 para ser más exactos de encuentro del campo y la ciudad, tiempo y espacio para el intercambio comercial y social, el campesino, el ciudadano común, el religioso, el político, hombres y mujeres coincidían en el mercado en búsqueda de noticias recientes, saber de los enfermos, de los que salían de viaje o de los que retornaban a la ciudad, las viudas a pedir consejos para sus inversiones. Cada producto y cada vendedor tenían su lugar en el viejo mercado.
Bien dentro de aquel mercado o en las calles adyacentes y sus alrededores, recordamos varios destacados negocios: “El gallo de oro” de don Julio Sosa con su venta de sombreros borsalinos y cobijas de marca; la “Joyería Suiza” de Tomás y Ernesto Lenzo”; la tienda de artefactos eléctricos (La Curazao) de Marino Villamizar, La Gran Bodega del español Solana, La Casa del Pueblo de Efraín Peña y al lado, la marquetería artística de Guillermo Contreras que después su hermana Rosita la transformaría en zapatería, luego el famoso Peppino y sus lujosos trajes. Todos por la calle 22. Cerca de allí, frente a la farmacia Mérida de Ezio Carrero García, donde paraban los carros que iban a Tovar, el simpático Rafael vendía sus sabrosas arepas de chicharrón y la inigualable parrilla de yuca con cochino. En aquella farmacia se conseguían parches porosos, cataplasmas, píldoras del Dr. Ross, leche de magnesia, sal de Glover y sal de Epsom, Iodex, Glostora, Tricófero de barry, Bell-Cream, Emulsión de Scott y cigarrillos Alas, Lido, Chesterfield, Fortuna y el colombiano Piel Roja.
Por la calle Lora (Av. 2) destacaban: la venta de licores de Faustino Barrios (aguardiente Motatán y ron Santa Teresa) y en la parte alta Radio Universidad con don Orángel Dubuc desde 1950, la quincallería de José T. Oquendo; la Casa Alicia de las Prieto, Las Novedades de don Antonio Ramírez y Almacenes San Benito de Isabelino Pérez, la lencería de Ramón Ayssami y la sastrería de don Luciano Rivas, el bazar de Luis Paredes y el último barbero “de a bolívar” en la barbería Leticia del caraqueño Alejo Antonio Pérez. Melesio Rojas y su surtido abasto, los almacenes Chama del español Santiago “el bigote que vende”, las sabrosas barquillas (hechas en sorbetera) de Marcelino Vielma que utilizaba fórmulas de don Mariano Picón Ruiz de principios de siglo XX, los alfondoques de la canosa doña Teresa. Fidel Ramírez y sus artículos de aluminio, las alpargatas de Luis Navas, las panelas de Antonio, los sombreros de cogollo de Emiliano Maldonado, los trajes de Chicho Salas, la armería del Sr. Chipia, los cafetines de Cléber Angulo y Francisco Quintero.
Todo a Real y la juguetería El Payaso marcaron un ciclo, la cava de Caledonia y la popular “mis cachetes” vendiendo pescado por la entrada por la calle Lora. Por allí estaba Pildorín con su enferma pierna, su guitarra y sus alegres melodías o el puesto de venta de comida rápida en la esquina de las escaleras hacia el barrio Pueblo Nuevo donde se ofrecían arepas fritas rellenas con mortadela y plátano asado con queso “a real”. Las descendientes de Plácida invitaban guamas y dulces mamones de Ejido, el afilador de cuchillos y navajas o el que vendía “hielo del pico El Toro”. El Abastecimiento Municipal de Mercedes Avendaño y Olivo Contreras en la parte alta del mercado donde se disfrutaban los sabrosos platos de Josefa; y la recordada doña Anselma con su artesanía de Los Guaímaros. Destacaban los abastos la Concordia y La Reforma que administraba Félix Molina, El Centavo Menos del viejo Paredes, los víveres de Bonifacio Méndez, los móviles de madera de José Belandria que luego resultaría un cotizado artista popular, las muñecas de anime de don Hilario, Antonio Zambrano y sus ollas de peltre, las piñas de Polonia Peña, por tan solo nombrar algunos.
Recordamos al eterno fiscal de tránsito: el cordial José Ramón Molina.
Al final de la calle 21 el restaurante-bar El Argentino, que regentaba el noctámbulo Alirio, ofrecía parrilla criolla a 3 Bs a partir de las 9 pm. Tenía una sonora rokola Wurlitzer (5 canciones por un bolívar), donde permanentemente se marcaban A5 “Maldito cabaret” de Julio Jaramillo y B6 “Yo no he visto a Linda” del inquieto anacobero Daniel Santos. Aunque también escuchábamos a Leo Marini, Bienvenido Granda o Toña La Negra.
Un detalle importante era los Carritos para el mercado fabricados artesanalmente por muchachos, una especie de carretas con ruedas Rolineras, pero en forma de cajones en cuyo interior colocaban el mercado que hacían las señoras y lo trasladaban hasta la propia casas vecinas. La ciudad era aún pequeña y no había la profusa circulación de vehículos.
Y el añorado pasaje Tatuy, descrito por el joven cronista Antonio Paredes Valero con precisión inigualable. Lleno de recuerdos, habían puestos para carnes y pescados que atendían con esmero y amabilidad Francesco, Antonio, Santos y Giussepe Bálsamo Digoralino, Luigi y Salvatore Casa, Poncio, Sopito Pavone y su socio Rodolfo Lanzelote (el pescado más fresco de la ciudad), Francisco Cremona, Antonio Azaro, Manuel Sbarren, los Giambalvo, Manuel Gallo, Arturo Méndez, Amadeo Peña, el pescado seco de Aniceto Araujo y José Ramírez y otros puestos que alquilaba el ganadero Adalberto González. Más abajo el sitio de lotería de Felipe Alvarado, los sombreros de fieltro de Domingo Guerrero y el alquiler de películas de María Eugenia Uzcátegui (películas portátiles de 12 láminas) -a locha- de Rin-tin-tin, Gene Autry, Hapolong Cassidy o Roy Rogers, la Casa Silka de Ramón Jaimes y sus figuras de vírgenes, rosarios y santos. Don Ramón tuvo el primer equipo de sonido rodante, donde perifoneaba en su camioneta ranchera verde Dodge (de los años ’50) para promocionar cualquier evento de la Mérida de antaño. Como añoramos el guarapo fuerte de Gerónimo Cuevas. Los fotógrafos ambulantes –donde destacaba don Rafael Ibarra- con su tríptico y su balde de revelado diagonal a la Botica Francesa del Dr. Bourgoin, el robusto negro trinitario que vendía ricos tostones y José Faustino Angulo “caraquita” con su jaula y el lorito de la suerte, todavía anda por allí cerca de la Catedral y señala que tiene más de sesenta años en el oficio. Hasta el catire Bravo “el rey de los chalanes merideños” cotizaba allí sus amansados potros, según relata Mariano Picón Salas. Más allá los billares de Alizo en el “Casablanca”. Los hoteles Royal, el Llanero, Bellavista, Central y los expendios de licores de Bernardino o Neftalí Ávila asícomo la Tacita de Oro de Michelle Cardinale Digruccio, al lado del otrora Cineladia marcaron un espacio difícil de olvidar.
Aquello era algo más que un lugar de compra y venta, algo más que un viejo edificio, más que un sitio era un mundo de relaciones, sucesos, era magia, carisma y magnetismo.
¡Cómo disfrutábamos aquellas barquillas de mantecado –y a medio- de don Marcelino Vielma!
Versi
ón resumida de la Conferencia pronunciada en la Academia de M
érida y en el Hotel Escuela Universitario Los Andes los d
ías viernes 10 y s
ábado 11 de mayo 2013 respectivamente, en el marco de la celebraci
ón de
“Venezuela Gastron
ómica-cap
ítulo M
érida
”.
(*) Ver: García, Carmen Teresa; Gordones Rojas, Gladys y Meneses Pacheco, Lino (Editoras y editor) (2007):
El Mercado principal de Mérida. Mérida, Universidad de Los Andes, Museo Antropológoico "Gonzalo Rincón Gutiérrez", Ediciones Bábanatá, Ministerio de la Cultura/CONAC, 92 pp. La foto del libro es de un mural de Lucrecia Chávez titulado:
Para que no olvidar al antiguo Mercado Principal de Mérida. La foto interna del mercado es de Oswaldo Jiménez y aparece en la página 23 del libro en referencia.